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La Sombra del Viento

EL CEMENTERIO DE LOS LIBROS OLVIDADOS





Todavía recuerdo aquel amanecer en que mi padre me llevó por primera vez a visitar el Cementerio de los Libros Olvidados. Desgranaban los primeros días del verano de 1945 y caminábamos por las calles de una Barcelona atra­pada bajo cielos de ceniza y un sol de vapor que se derra­maba sobre la Rambla de Santa Mónica en una guirnalda de cobre líquido.
—Daniel, lo que vas a ver hoy no se lo puedes contar a nadie —advirtió mi padre—. Ni a tu amigo Tomás. A nadie.
—¿Ni siquiera a mamá? —inquirí yo, a media voz.
Mi padre suspiró, amparado en aquella sonrisa triste que le perseguía como una sombra por la vida.
—Claro que sí —respondió cabizbajo—. Con ella no tenemos secretos. A ella puedes contárselo todo.
Poco después de la guerra civil, un brote de cólera se había llevado a mi madre. La enterramos en Montjuïc el día de mi cuarto cumpleaños. Sólo recuerdo que llovió todo el día y toda la noche, y que cuando le pregunté a mi padre si el cielo lloraba le faltó la voz para responder­me. Seis años después, la ausencia de mi madre era para mí todavía un espejismo, un silencio a gritos que aún no había aprendido a acallar con palabras. Mi padre y yo vi­víamos en un pequeño piso de la calle Santa Ana, junto a la plaza de la iglesia. El piso estaba situado justo encima de la librería especializada en ediciones de coleccionista y libros usados heredada de mi abuelo, un bazar encantado que mi padre confiaba en que algún día pasaría a mis ma­nos. Me crié entre libros, haciendo amigos invisibles en páginas que se deshacían en polvo y cuyo olor aún con­servo en las manos. De niño aprendí a conciliar el sueño mientras le explicaba a mi madre en la penumbra de mi habitación las incidencias de la jornada, mis andanzas en el colegio, lo que había aprendido aquel día... No podía oír su voz o sentir su tacto, pero su luz y su calor ardían en cada rincón de aquella casa y yo, con la fe de los que todavía pueden contar sus años con los dedos de las ma­nos, creía que si cerraba los ojos y le hablaba, ella podría oírme desde donde estuviese. A veces, mi padre me escu­chaba desde el comedor y lloraba a escondidas.
Recuerdo que aquel alba de junio me desperté gritan­do. El corazón me batía en el pecho como si el alma qui­siera abrirse camino y echar a correr escaleras abajo. Mi padre acudió azorado a mi habitación y me sostuvo en sus brazos, intentando calmarme.
—No puedo acordarme de su cara. No puedo acor­darme de la cara de mamá —murmuré sin aliento.
Mi padre me abrazó con fuerza.
—No te preocupes, Daniel. Yo me acordaré por los dos.
Nos miramos en la penumbra, buscando palabras que no existían. Aquélla fue la primera vez en que me di cuenta de que mi padre envejecía y de que sus ojos, ojos de niebla y de pérdida, siempre miraban atrás. Se incor­poró y descorrió las cortinas para dejar entrar la tibia luz del alba.
—Anda, Daniel, vístete. Quiero enseñarte algo —dijo.
—¿Ahora? ¿A las cinco de la mañana?
—Hay cosas que sólo pueden verse entre tinieblas —insinuó mi padre blandiendo una sonrisa enigmática que probablemente había tomado prestada de algún tomo de Alejandro Dumas.
Las calles aún languidecían entre neblinas y serenos cuando salimos al portal Las farolas de las Ramblas dibu­jaban una avenida de vapor, parpadeando al tiempo que la ciudad se desperezaba y se desprendía de su disfraz de acuarela. Al llegar a la calle Arco del Teatro nos aventura­mos camino del Raval bajo la arcada que prometía una bóveda de bruma azul. Seguí a mi padre a través de aquel camino angosto, más cicatriz que calle, hasta que el reluz de la Rambla se perdió a nuestras espaldas. La claridad del amanecer se filtraba desde balcones y cornisas en so­plos de luz sesgada que no llegaban a rozar el suelo. Fi­nalmente, mi padre se detuvo frente a un portón de ma­dera labrada ennegrecido por el tiempo y la humedad. Frente a nosotros se alzaba lo que me pareció el cadáver abandonado de un palacio, o un museo de ecos y som­bras.
—Daniel, lo que vas a ver hoy no se lo puedes contar a nadie. Ni a tu amigo Tomás. A nadie.
Un hombrecillo con rasgos de ave rapaz y cabellera plateada nos abrió la puerta. Su mirada aguileña se posó en mí, impenetrable.
—Buenos días, Isaac. Este es mi hijo Daniel —anun­ció mi padre—. Pronto cumplirá once años, y algún día él se hará cargo de la tienda. Ya tiene edad de conocer este lugar.
El tal Isaac nos invitó a pasar con un leve asentimien­to. Una penumbra azulada lo cubría todo, insinuando apenas trazos de una escalinata de mármol y una galería de frescos poblados con figuras de ángeles y criaturas fa­bulosas. Seguimos al guardián a través de aquel corredor palaciego y llegamos a una gran sala circular donde una auténtica basílica de tinieblas yacía bajo una cúpula acu­chillada por haces de luz que pendían desde lo alto. Un laberinto de corredores y estanterías repletas de libros ascendía desde la base hasta la cúspide, dibujando una colmena tramada de túneles, escalinatas, plataformas y puentes que dejaban adivinar una gigantesca biblioteca de geometría imposible. Miré a mi padre, boquiabierto. El me sonrió, guiñándome el ojo.
—Daniel, bienvenido al Cementerio de los Libros Ol­vidados.
Salpicando los pasillos y plataformas de la biblioteca se perfilaban una docena de figuras. Algunas de ellas se volvieron a saludar desde lejos, y reconocí los rostros de diversos colegas de mi padre en el gremio de libreros de viejo. A mis ojos de diez años, aquellos individuos apare­cían como una cofradía secreta de alquimistas conspiran­do a espaldas del mundo. Mi padre se arrodilló junto a mí y, sosteniéndome la mirada, me habló con esa voz leve de las promesas y las confidencias.
—Este lugar es un misterio, Daniel, un santuario. Cada libro, cada tomo que ves, tiene alma. El alma de quien lo escribió, y el alma de quienes lo leyeron y vivieron y soñaron con él. Cada vez que un libro cambia de manos, cada vez que alguien desliza la mirada por sus pá­ginas, su espíritu crece y se hace fuerte. Hace ya muchos años, cuando mi padre me trajo por primera vez aquí, este lugar ya era viejo. Quizá tan viejo como la misma ciu­dad. Nadie sabe a ciencia cierta desde cuándo existe, o quiénes lo crearon. Te diré lo que mi padre me dijo a mí. Cuando una biblioteca desaparece, cuando una librería cierra sus puertas, cuando un libro se pierde en el olvido, los que conocemos este lugar, los guardianes, nos aseguramos de que llegue aquí. En este lugar, los libros que ya nadie recuerda, los libros que se han perdido en el tiem­po, viven para siempre, esperando llegar algún día a las manos de un nuevo lector, de un nuevo espíritu. En la tienda nosotros los vendemos y los compramos, pero en realidad los libros no tienen dueño. Cada libro que ves aquí ha sido el mejor amigo de alguien. Ahora sólo nos tienen a nosotros, Daniel. ¿Crees que vas a poder guardar este secreto?
Mi mirada se perdió en la inmensidad de aquel lugar, en su luz encantada. Asentí y mi padre sonrió.
—¿Y sabes lo mejor? —preguntó.
Negué en silencio.
—La costumbre es que la primera vez que alguien visi­ta este lugar tiene que escoger un libro, el que prefiera, y adoptarlo, asegurándose de que nunca desaparezca, de que siempre permanezca vivo. Es una promesa muy im­portante. De por vida —explicó mi padre—. Hoy es tu turno.
Por espacio de casi media hora deambulé entre los entresijos de aquel laberinto que olía a papel viejo, a pol­vo y a magia. Dejé que mi mano rozase las avenidas de lomos expuestos, tentando mi elección. Atisbé, entre los tí­tulos desdibujados por el tiempo, palabras en lenguas que reconocía y decenas de otras que era incapaz de cata­logar. Recorrí pasillos y galerías en espiral pobladas por cientos, miles de tomos que parecían saber más acerca de mí que yo de ellos. Al poco, me asaltó la idea de que tras la cubierta de cada uno de aquellos libros se abría un uni­verso infinito por explorar y de que, más allá de aquellos muros, el mundo dejaba pasar la vida en tardes de fútbol y seriales de radio, satisfecho con ver hasta allí donde al­canza su ombligo y poco más. Quizá fue aquel pensa­miento, quizá el azar o su pariente de gala, el destino, pero en aquel mismo instante supe que ya había elegido el libro que iba a adoptar. O quizá debiera decir el libro que me iba a adoptar a mí. Se asomaba tímidamente en el extremo de una estantería, encuadernado en piel de color vino y susurrando su título en letras doradas que ardían a la luz que destilaba la cúpula desde lo alto. Me acerqué hasta él y acaricié las palabras con la yema de los dedos, leyendo en silencio.

La Sombra del Viento
Julián CARAX

Jamás había oído mencionar aquel título o a su autor, pero no me importó. La decisión estaba tomada. Por am­bas partes. Tomé el libro con sumo cuidado y lo hojeé, dejando aletear sus páginas. Liberado de su celda en el estante, el libro exhaló una nube de polvo dorado. Satis­fecho con mi elección, rehice mis pasos en el laberinto portando mi libro bajo el brazo con una sonrisa impresa en los labios. Tal vez la atmósfera hechicera de aquel lu­gar había podido conmigo, pero tuve la seguridad de que aquel libro había estado allí esperándome durante años, probablemente desde antes de que yo naciese.

Aquella tarde, de vuelta en el piso de la calle Santa Ana, me refugié en mi habitación y decidí leer las prime­ras líneas de mi nuevo amigo. Antes de darme cuenta, me había caído dentro sin remedio. La novela relataba la his­toria de un hombre en busca de su verdadero padre, al que nunca había llegado a conocer y cuya existencia sólo descubría merced a las últimas palabras que pronunciaba su madre en su lecho de muerte. La historia de aquella búsqueda se transformaba en una odisea fantasmagórica en la que el protagonista luchaba por recuperar una infancia y una juventud perdidas, y en la que, lentamente, descubríamos la sombra de un amor maldito cuya memo­ria le habría de perseguir hasta el fin de sus días. A me­dida que avanzaba, la estructura del relato empezó a re­cordarme a una de esas muñecas rusas que contienen innumerables miniaturas de sí mismas en su interior. Paso a paso, la narración se descomponía en mil histo­rias, como si el relato hubiese penetrado en una galería de espejos y su identidad se escindiera en docenas de reflejos diferentes y al tiempo uno solo. Los minutos y las horas se deslizaron como un espejismo. Horas más tarde, atrapado en el relato, apenas advertí las campanadas de medianoche en la catedral repiqueteando a lo lejos. Ente­rrado en la luz de cobre que proyectaba el flexo, me su­mergí en un mundo de imágenes y sensaciones como ja­más las había conocido. Personajes que se me antojaron tan reales como el aire que respiraba me arrastraron en un túnel de aventura y misterio del que no quería esca­par. Página a página, me dejé envolver por el sortilegio de la historia y su mundo hasta que el aliento del amane­cer acarició mi ventana y mis ojos cansados se deslizaron por la última página. Me tendí en la penumbra azulada del alba con el libro sobre el pecho y escuché el rumor de la ciudad dormida goteando sobre los tejados salpicados de púrpura. El sueño y la fatiga llamaban a mi puerta, pero me resistí a rendirme. No quería perder el hechizo de la historia ni todavía decir adiós a sus personajes.

En una ocasión oí comentar a un cliente habitual en la librería de mi padre que pocas cosas marcan tanto a un lector como el primer libro que realmente se abre camino hasta su corazón. Aquellas primeras imágenes, el eco de esas palabras que creemos haber dejado atrás, nos acompañan toda la vida y esculpen un palacio en nuestra memoria al que, tarde o temprano —no importa cuántos libros leamos, cuántos mundos descubramos, cuánto aprendamos u olvidemos—, vamos a regresar. Para mí, esas páginas embrujadas siempre serán las que encontré entre los pasillos del Cementerio de los Libros Olvidados.

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