El yaguareté ha sido considerado sagrado para nuestros ancestros, pero eso no fue lo que me conmovió de su presencia. Aunque resulte difícil descifrar el por qué, podría destacar su fuerza, su poder, su luchar por perdurar en una región que poco sabe de él, que no pretende acompañarlo, pero él sigue caminando su selva, bebiendo de la sangre de la pachamama, sobreviviendo a la voracidad del humano que solo ve lo que otro humano lo maleduca a ver.
La madera indica fortaleza, los guaraníes jugaban con ella y reproducían su interior con la ayuda del filo, construían al respetable felino, dios de muchos pueblos americanos, dibujando las manchas con fuego. Y acá está el yaguareté perdurando en la fibra natural de la selva misionera, diciendo que nos queda mucho por vivir, y que hacerlo no es solo estar, sino reproducir lo que muchos creen imposible, enfrentar el miedo del predador más horrible que somos nosotros mismos, nos dice que siempre hay un lugar nuevo para habitar, aunque sea la dureza de un trozo de madera.
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